DIARIO




En medio de la galería, estaban las transparentes puertas del Hotel Prat y su hall: sillones amarillos de cojines cuadrados disparejos, fotos antiguas del puerto y pasajes de cerros, máquinas de escribir como adorno, un computador para los visitantes. Antes de llegar a vivir al 402, lo había visitado. Muchas noches hasta la entrada, cuando se acababan los bares y vendían cigarros y cervezas de litro que me tomaba en las calles.

Había vivido también otro tipo de noches, las de una experiencia porteña común, usarlo como motel. Aquellas noches siempre había un hombre cerca. Supe al llegar que se llamaba Álvaro. Llevaba décadas en el edificio. Me dijo que no recordaba nada. Perfecto para recibir a los amantes.

¿Quién podría haber ocupado esas máquinas de escribir? En su día Joaquín Edwards Bello, en “El hotel con arteriosclerosis”:

“La entrada en la región, o pueblo de Valparaíso, es más decente y más alegre que la entrada en Santiago. Es más hermosa, más blanca. Salimos del tren. La estación es un barullo indescriptible. No hay taxis, ni coches, ni portadores de maletas. No encontramos piezas desocupadas en parte alguna. Todo lleno. ¡A Valparaíso! El mismo problema. No hay alojamiento. En todas partes nos rechaza el no fatídico. No, no y no. Por fin nos dan una pieza, ´que acaban de desocupar`, en el Hotel Prat, el único de Valparaíso con ascensor. Todos los demás tienen escaleras paradas, como de bomberos, sin ascensor. He visto camas en corredores y pasillos. Hasta en el comedor del hotel. Me dicen que familias enteras durmieron en bancos de la plaza. El Hotel Prat es un viejo noble con arteriosclerosis. No funcionan las cerraduras en las puertas. Las cañerías, los grifos, no funcionan. Están viejos. De pronto se inundan las habitaciones. Además de arteriosclerosis el Hotel Prat, el mejor de la ciudad, padece de asma. De noche, un ruido persistente, sordo, sube del fondo del hotel. No para. Es un ruido profundo, monótono, de sierra. Nos toma por el cerebro y el corazón. No cesa. Es como el cuento de Edgar Poe, El corazón delator.

(…)

“Este Hotel Prat podría ser mejor con un comedor a la calle, con cerraduras y llaves nuevas. La recepción es amable y distinguida. El servicio es inmejorable. Lo malo es el edificio, el esqueleto. En las mesitas de noche de cada pieza han puesto los dos libros más leídos del mundo: el Libro de Teléfonos y la Biblia. Sinceramente creo que los pasajeros no leen la Biblia. Está impoluta. Me dicen que el gruñido permanente del hotel proviene de la máquina para sacar agua. Luego de sacada se escurre por los grifos rotos. Este año hubo turistas (…)”

Siempre hubo problemas de agua, me dice la recepcionista del horario diurno, Elisa Urra, cuando le leo estos fragmentos. Bueno, si hay un maremoto el subterráneo recibirá el agua. El segundo y tercer piso no tienen ascensor, sino que una escalera que no luce como las otras, escondida tras una puerta con llave al exterior. Al pasar por ella huele a basura, como el plan de la ciudad. Es una mezcla de departamentos los cuales tienen una estructura clásica o han sido alteradas para unirse a la moda de los lofts. En estos, los techos altos fueron partidos a la mitad, arriba la cama, abajo la cocina americana. Bajo los 2 metros se camina siempre con poca luz. El piso y el baño hablan de la gloria pasada. Es una mala solución, pero antes era peor, era solo una habitación grande con un baño.

El cuarto piso ya es parte de la administración del Hotel. También tiene lofts de arriendo mensual aparte de las habitaciones clásicas. Kika Francisca González escribió lo siguiente de una visita a ellos:

“Alejandra y Ernesto llegaron a vivir a ahí el año 2014, motivados por lo barato del arriendo y la nula petición de antecedentes. Su departamento es un intento de loft en lo que alguna vez fue una habitación de hotel. El espacio es pequeño y un poco sofocante, el único medio de ventilación es una ventana alta que da a Salvador Donoso, no se ve el mar, solo otros edificios. En el ambiente se mezclan el olor a comida, arena de gato y marihuana; el ruido del agua del estanque del baño, el sonido del extractor del indoor y el bullicio del tráfico.



Junto a la puerta se encuentra un mesón con los restos de la once, una cocina y el lavaplatos que está dentro de lo que parece ser un closet sin puerta.

El baño es como un pasillo largo y sus accesorios se ven antiguos: la tina es grande, el estanque del wc es alto y el lavamanos amplio.

Su dormitorio está ubicado en un altillo construido sobre el espacio que podríamos llamar living/comedor.



Ernesto trabaja en cocina. Me dice que mientras le comentaba a un compañero de trabajo donde vivía, se le acerca un garzón a contarle que antiguamente los departamentos eran usados para ejercer la prostitución:

—Podiai venir a tirar, comprar drogas, de todo, era como el antro de la perdición. Él me contaba con detalle porque tenía una pieza acá, era proxeneta y arrendaba una pieza para que las chiquillas vinieran a trabajar. Entonces una vez quedó la cagá, hicieron un operativo brígido así como SWAT, haciendo mierda las puertas cachai, a la mierda la privacidad de la gente... después de eso se acabó el webeo, dejó de ser lo que era. El tipo al que yo le pago el arriendo me confirmó la historia.

La Jana se quiere ir de ahí. Los robos, las ratas y los problemas con la administración del hotel ya los hartaron

—El único que la lleva es el Álvaro, que hace aseo acá, saca la basura, cuida a los animalitos que andan rondando el edificio. Tiene dos perros, está el Arturo que se come los ratones, y el Cabezón que en la noche lo entran para que cuide la galería, se podría decir que trabaja acá. También hay unos gatos dando vuelta.

El Ernesto y la Jana comparten departamento con El Churro, un gato grande.

—Este es nuestro hijo. No debería tener pulgas si no sale a la calle, no hay tierra, nada. A mí me tinca que son pulgas de rata. Debe haber huevos de pulga milenarios. Hay que quemar esta wea, o irse antes de que se caiga”.

Mientras entrevisto a la recepcionista, un joven busca a un peluquero que corta el pelo allí, en su loft del cuarto piso.



La recepcionista recuerda grandes visitas, como un circo francés donde los artistas llegaban a cualquier hora, o los músicos y bailarines argentinos del Valparatango, que abarrotaban los sillones de la entrada con su forma de hablar.

Ya en quinto y sexto piso mantienen la estructura clásica. Ahí podemos imaginar, por ejemplo, la anotación de Alfonso Calderón en su Diario de Valparaíso.

Santiago, 5 de abril de 1968

“Hemos ido con Elena a Valparaíso. Lleva un enorme sombrero rosado, un traje del mismo color y con ello toma un aire a la Renoir. Es fina y hermosa. Sin embargo, luego de preguntarle si le gustaría caminar por el Puerto, me ha dicho que le parece magnífico. Quince, veinte, treinta cuadras, el ascensor a Playa Ancha, después a bañarnos a Las Torpederas. Me doy cuenta de que se siente mal, pero dice que no, que no pasa nada. Insisto y entonces me dice que se la han hinchado los pies, por la caminata, que tiene algo de naúseas, que puede ser un poco de insolación. La levanto con cuidado. Tomamos un taxi y nos vamos al Hotel Prat. Se tiende, descansa un poco, dormita. Como a la hora, dice que se siente bien”.



El hotel clásico. Allí el fotógrafo Max Donoso fotografió a la misma recepcionista por considerarla una belleza porteña. Como también lo es la camarera. Como lo son los conserjes. Donoso pedía la 506 para hacer retratos, por la forma que entraba la luz y el tapiz de las murallas, y que le llevaran el sillón de la 517 por su antigüedad.



Elisa me cuenta que un hombre murió en la habitación 519. Según dice fue apuñalado en Concón, y llegó al hotel donde se encerró varios días, solo recibía la comida y terminó falleciendo de una septicemia. Tras golpear para dejarles la comida y que no abriera, decidieron abrir con la copia se seguridad. Lo hallaron con los pantalones abajo. El turno de ese día se alargó muchísimo, para que llegaran las autoridades y hacer las declaraciones. No se pudo hacer aseo en la habitación. 

El Hotel parece ser asediado por la realidad de la ciudad. De haber sido originalmente todo el edificio, de haber tenido muchos salones en el primer piso a convertirse en galería mientras la ciudad abandonaba su carácter portuario original para convertirse en provincia. El toque de queda mató la bohemia. Hoy que hay toque de queda el edificio sigue su cacería hacia arriba, devorando el pasado.

Las pocas habitaciones son ocupadas por trabajadores de compañías portuarias varados y por parejas que huyen rápidamente en la mañana. Todo había sucedido para los pasajeros. La ciudad ya no era el principal puerto de Chile y no sé si del deseo en toque de queda podría vivir un hotel. Solo hay botellas, dijo el pasajero marino, a la camarera. Botellas sin barcos adentro.



Las biblias que mencionaba Edwards Bello fueron retiradas hace algunos años, me cuenta la recepcionista. La gente las rayaba, amanecían en el papelero del baño. Se las llevaron con las guías de teléfono.








METÁFORA 


Un barco que siempre tiene habitaciones para naufragar en ellas con lo rescatado en el mar de la noche.



Unas alfombras que deben contener información de muchos pies descalzos que no dejan huella. Que en la mañana de cualquier día luce desocupado. Mesas redondas cerca de la escalera y el ascensor para desayunos funcionales. 













NOVELITA 


Joaquín Edwards Bello también durmió en la habitación 519. Allí acariciaba el revólver de su padre.



Cuando me descubrieron supe que estaba perdido. Enfrentado al filo en la calle, traté de esquivar hasta que entró en mí. Salieron a la calle los gritos tardíos de la mujer y escuché a mi verdugo: donde te pille te mato. Tomé el auto para manejar al hospital, pero en el camino todos los rostros de hombres me parecían el mismo. Sostuve mi herida como pude, con lo que tenía.



Seguí manejando entonces, atravesé Viña y eran los mismos rostros los que se deslizaban por la noche. Ya en Valparaíso era también lo mismo, hasta que vi ese rostro distinto. Un hombre noble en la noche. Bajé del auto y entré a la recepción del Hotel Prat disimulando mi dolor y quedé encerrado. Solo abro para que me den la comida, apenas puedo moverme del ardor. No dejo entrar a nadie para limpiar. Mientras, escribo esto en los las hojas blancas de la Biblia, en el lugar donde alguna vez me traje a aquella mujer. Amando apoyados en la ventana, veía los cuerpos que se comerciaban en Salvador Donoso, que abrían sus abrigos para entrar a clientes. 

Empujaba más entonces, sentía temblar pero yo era el único. En este lugar no fui feliz, es otra cosa. Golpean la puerta. Respondo pero el sonido no sale de mi boca. Gritan más fuerte, golpean otras veces. Pasa el tiempo. Vuelven a golpear, a gritar. Ya no siento el ardor en el costado, tampoco intento hablar. Entran la camarera y la recepcionista, y me quedan mirando pálidas. Quisiera subir mis pantalones, pero no puedo moverme. Dejan la puerta cerrada, cada tanto la abren curiosos. No se acercan a mí. Se oscurece, y entra la policía de investigaciones con guantes. Me abren la camisa y mi herida tiene un color viólaceo. Cierran mis párpados.



Mientras ardía ingresé a los pisos vacíos del Hotel, allí nadie tenía nada que sacar, casi. Entré en un loft que era una jaula. La cama estaba en un altillo con reja, que se veía desde abajo. Había un hoyo de luz que llegaba desde arriba. En el baño comencé a escarbar en las ventanas redondas hasta llegar a la proa del barco encallado en medio del edificio. En el timón comencé a activar la nave. Por fin crujía todo el Hotel, toda la estructura, los sonidos que extrañaba el cronista. Los pasillos se caían, la galería era una estructura falsa que sostenía esta nave. Me lancé a calle Condell.







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