DIARIO
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Tres entradas, dos por calle Salvador Donoso y una por Condell. En medio de la ciudad, terminado el Almendral y al borde del entorno patrimonial de Valparaíso. A un par de cuadras de la principal plaza y en la dirección contraria los barrios de carrete como la Subida Ecuador.

La galería es la base de dos plantas, una que corresponde a departamentos y oficinas usadas indistintamente, como la mía; otra que era propiedad del Hotel Prat y que tiene su propia división. Siete pisos tienen cada una, además de azotea, entrepiso y subterráneo.
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La principal entrada es la de Condell, una de las calles más colapsadas del puerto. En el acceso izquierdo hay un local de tecnología, que es usado en su exterior por una niña con síndrome de down que vende paltas en malla. Al frente está una heladería llena de jóvenes trabajadoras con sus poleras manchadas de distintos sabores; a veces escondidas chatean en el celular o comen las galletas que compro. Ya dentro de la galería se erige un local que ocupa el triple de espacio que los otros, ropa de una diseñadora de unos sesenta años, llena de maniquíes y colgadores. Tiene una reja que se cierra y abre con una palanca, la única de ese tipo en el lugar. Es una gran pecera, imposible no mirarla, más si al frente hay puros productos tecnológicos. El imán de esa vidriera era una mujer de cuarenta años, harta que la miren, con pantalones de cuero. Esa tienda termina en los ascensores de la planta en que yo vivía, justo al frente de la oficina del conserje, que rotaba en cuatro personas y un nochero.
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Sigue lo que domina la galería, chucherías hindú extendidas en tres locales, justo donde se abre el pasillo en dos. Ahí estaba el ascensor del Hotel. Por uno de los lados una zapatería de saldos seguida de otra del mismo rubro, que también era peluquería; una nítida muestra de cómo era sobrevivir comercialmente encerrado en una galería en Valparaíso. Continuaba la Óptica Porteña, llena de lentes vintage revalorizados por los hipsters, un pequeño bazar de productos congelados y la lavandería que daba a Salvador Donoso, con armatostes italianos que giraban sin parar y a las que correspondía caer a mis propias vestimentas. Por el frente una peluquería que imaginaba demasiado buena, porque siempre estaba cerrada, antes un local de estampados en tazas, polerones y lo que quisieras. En el otro pasillo que salía a Salvador Donoso se abría el restaurant del Hotel Prat, el que daba menús con horarios extendidos y alojaba constantes celebraciones en las noches. Era un lugar amplio, siempre perseguido por su propia actividad; las veces que almorcé allí siempre quedaban serpentinas y globos de las noches, o que quizá permanecen allí para encontrar sentido en cada fiesta. Esto es lo que anotó Manuel Peña Muñoz en Valparaíso, la ciudad de mis fantasmas, memorias, 1951-1971: “Aquella noche, la casa estaba engalanada con canastillos de flores y guirnaldas de papel blanco. Allí estaban llegando las amistades de mi madre que días antes le habían ofrecido una despedida de soltera en el Hotel Prat: Delia Balbontín, Jovita de Peñafiel, Ana de Ayala, Beti de Davagnino... Fueron nombres y figuras que acompañaron muchos años a mi madre”. Recuerdos de un tiempo donde todos estos negocios eran salones de té, de baile, para juegos y reuniones.
Teodora, que pasó por allí hace unos días, me comparte lo que escribió cuando a fue a conocer el lugar. “Madre siempre decía: escribe, escribe y entrégalo. Para ella las cartas son algo muy importante, ahí las palabras andan sin trampas ni interrupciones. Por eso, esperé un momento íntimo para leer la última que me había escrito.
Decía que echaba tanto tanto de menos a mi papá que quería vender todo lo que había en la casa, hasta los sillones que forró con sus manos y de los que se siente muy orgullosa. Que se sentía tonta al pensar en comprarle un regalo a pesar de su ausencia y que, por favor, me volviera a hablar con mi hermana antes de Navidad, que no podría soportar otra tristeza.
Miré alrededor y había puros viejos almorzando. Yo solo tenía un pisco y una tónica, nada de comida. Es que tomar con la guata vacía da la sensación de tomar en serio y lo prefiero. Solté una lagrimita y las demás me las aguanté porque ya me sentía lo suficientemente patética. ¿Qué van a pensar de mí estos viejos? ¿Que soy muy chica pa’ andar tomando sola a las tres de la tarde en el Hotel Prat? ¿Que soy alcohólica y que tengo pena? o ¿que tengo pena y por eso tomo?
No me aguanté mucho rato más y me puse a llorar con fuerza. Tampoco sé bien la razón, si fue la carta o la muerte de mi papá o que estoy sola en un puerto que apenas conozco o el daño que me hago a mí misma por no tener la inteligencia para soltar.
Caí en una vergüenza grande al verme llorando en varios espejos del lugar, debajo de las luces de neón. Cada reflejo se veía en otro reflejo y las luces neón también, eran tantos estímulos que a veces no sabía bien para donde estaba mirando.
Pedí otra. No me gusta llegar a la casa. Nunca me ha gustado. Al menos si llego borracha lo soporto mejor, no me encierro en mí.
No miento si digo que me hubiese gustado estar con alguien ahí, no alguien en específico, sino, cualquiera. Me da un poco de miedo admitir que me siento sola. Es que yo no soporto la pena, no quiero ser esa persona, pero, tengo y soy y a veces ya no sé cómo rehuir de eso. Por eso voy y me escondo a las tres de la tarde en el Hotel Prat”.
A unos pasos la tabaquería, que era bastante más barata que otras en la ciudad. La dueña fuma ahí mismo, ajena a la ley que hace algunos años lo prohíbe. Quizás el mismo edificio está atrapado en otro tiempo que permite esas licencias. Otra tienda con las puertas cerradas al frente, una costurera que jamás acepta ningún trabajo, porque siempre estaban al lado de ella dos torres gigantescas de ropas que hasta la tienen atrapada los domingos.
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Al lado un local de elementos computacionales, una tienda de mostacillas de una joven madre, y un sushi, que es el negocio con mayor éxito lejos. En medio de la explosión de locales similares, estaba un peldaño más arriba que el resto, y la ciudad muestra su frágil identidad gastronómica abarrotando locales como este. En el exterior tiene una galería de arte llena de tejidos abandonados. Termina la galería una agencia de viajes a la medida de Valparaíso, ofreciendo paseos de estudios, viajes por Chile, traslados sencillos.
METÁFORA
Una galería que se blinda cuando la ciudad se descampa, que se coloca en posición de defensa temiendo a las turbas.
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Un edificio que se enlata prohibiendo todo.
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Una galería que se desocupa dejando pequeñas pistas de vida.
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Un número de teléfono para retirar trabajos.
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Una señal para preguntar en otro local. ![]()

Un edificio que se enlata prohibiendo todo.

Una galería que se desocupa dejando pequeñas pistas de vida.

Un número de teléfono para retirar trabajos.

Una señal para preguntar en otro local.

NOVELITA
También está el chino. En los pasillos hay comidas preparadas, regalos religiosos industriales que parecen ancestrales, distintos productos que son versiones económicas de otros americanos. Con un poco de dinero se podía redecorar una casa con su estilo. Creo que solo en una caja de shampoo vi el pelo ensortijado de una oriental, como lo llevaba Shui. A veces pasaba por fuera y la veía pasando cosas por la caja, o recortado su rostro en un recuadro de la cámara que vigilaba los pasillos.
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Pasada la primera vez que la vi googlié mujeres chinas con el pelo ensortijado, pero jamás hallé ninguna; sin duda era el cruce con la chilenidad. Un cruce casual; un chino que va a hacer negocios y que conoce en el bus a la madre de Shui.
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A veces compro papel de oriente y voy al puesto del lado, el cyber. Casi todos juegan en línea absortos. Los cuerpos caen de a decenas en sus pantallas, y yo abro la ventana del Facebook que podía comunicarme con Shui, que escribe desde su celular muy rápido.
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En medio de esa guerra, produzco material autogestionado, porque ahí trabaja un amigo por el sueldo mínimo y el recorte diario de cinco lucas. Sin esas cinco lucas es imposible vivir.
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El cyber era una construcción hechiza, con recovecos, que eran todos espiados por él desde las pantallas y los mensajes que hablaban de una ciudad: nazis, migrantes, sexo en línea. Todo eso él no lo veía, esta vez espiaba mensajes para Luz etérea de hackers internacionales. Me quedé sentado al lado de mi amigo hasta que se acercó a la caja con la cara pintada. Mi amigo no quizo su dinero. Yo comencé a caminar con ella detrás del pasillo de la galería. Comenzó a subir las escaleras del Hotel. Ella no se veía en las cámaras de seguridad.
