DIARIO


Había pasado por allí, como quien pasa por los lugares que le son innecesarios; sin fijarme, detenido accidentalmente en un puesto, en una librería que había quebrado, o huyendo del sol del verano. Pero allí estaba, invitado por los primeros avisos, los más baratos, de propiedades en arriendo del diario en el plan de la ciudad, por mi propio nomadismo, por la oscuridad que me absorbía en el lugar donde estaba.



Hace meses buscaba algo medianamente justo en precio, difícil en una ciudad como Valparaíso llena de santiaguinos y estudiantes. Había llamado temprano, accidentalmente logré llegar antes de la hora pactada a la oficina de la arrendataria, abogada especialista en familia, evitando el ascensor. Estaba en un entrepiso, frente a una oficina médica.



Me mostró el lugar, el 402, como a mucha gente más; el departamento lo vi junto a una pareja con una bebé; me quedé rondando. Yo no tenía papeles, contrato, liquidaciones, futuro; solo tenía dinero. Ella exigió verlo y pasó las llaves, tras caerle en gracia al comentar los libros de Khalil Gibrán de su biblioteca.


El primer momento en un departamento vacío es el de su mayor extensión; sobre un suelo prolijo de madera caminé a pequeños pasos, buscando las grietas del terremoto. Había algunas, imperceptibles a la vista. Las ventanas daban a un patio interior techado en forma de u, que me hacía ver a los vecinos constantemente, oírlos, reconocerlos. Un escritorio extenso e impecable de madera llegaba de pared a pared en la habitación, un living simétrico, un baño perfecto para morir en la tina y una cocina donde cabía apenas. Entremedio de los ambientes un biombo que se abría tirando de ambos lados desde el centro.

Seis días después aparecieron los amigos ayudándome con las cajas y cosas, les pagué con litros de cervezas.

A la mañana mi cuerpo se estiraba en la extensión de la escoba y el paño con que enceraba el piso. El olor rojo amarillento poseía las paredes. Abrí las ventanas.







METÁFORA 


Unos departamentos interrumpidos por otras formas de vivir o sobrevivir. Como cuando caminas por los cerros y de las ventanas salen letreros que te ofrecen cosas.



La luz cambia en medida que subes los pisos. Abajo es como el plano, húmedo, oscuro, y va abriéndose en media que asciende, como en los cerros.












NOVELITA 


Shui sería la segunda visita al 402. Mi departamento la recibió encima del escritorio de madera donde no escribiría un libro. El gabinete del Doctor Perro de Puerto. Nunca pondría cortinas, nunca cerraría la puerta corrediza que podría impedir que nos vieran los vecinos. Nos convertíamos entonces en espectáculo que clausuraba la luz natural del otro día, solo suspendido por la mirada karateca que me mantenía quieto, a su lado. Abrigada en la cama, dejando sinogramas para su ausencia, contándome su vida, cómo su padre había muerto y un tío la había ayudado. Primero, su padre vendía tecnología en terreno —quién dudaría de un rostro de origen chino en los ochenta— después un restaurant clásico, un tenedor libre hasta llegar a este supermercado de importaciones. Hacíamos del departamento nuestra casa en la tarde libre de ella, escuchando el sonido de una impresora y una máquina de escribir de una oficina cercana, desafiándome. Escribe.



Frente a una ridícula declaración de amor, Shui me dijo que prefería ser libre. Eso no me hizo libre. Con su astucia de supermercado chino me veía en los espejos si subía con alguien más. Los amigos a veces veían también la puerta abierta del edificio a toda hora y entraban con el hocico en llamas. Golpeaban la puerta y yo guardaba silencio, los imaginaba viéndose en la situación auscultando el ojo mágico. ¿Será el departamento correcto? Los propietarios del frente recibieron una carta para mí, contra mí. La única que podría llegar a cualquier hora era Shui, porque a cualquier hora de la madrugada terminaba la descarga de los camiones con las importaciones.


Yo la llamaba Luz etérea, su nombre secreto. Le hablaba de sus pecas, que eran explosivas, y las frotábamos tratando de que salieran a destruir todo cuando los vidrios se rompieron.

Al despertar en el hospital, no estaba ella a mi lado. Una enfermera me dijo que nunca más podría estarlo. Habían pasado varios días.

Lo que habría visto Shui en un par de segundos en caída tras la explosión sería la escalera que ascendía la planta y las gruesas terminaciones de techos chocando sobre el patio interior, quizá alguno hubiera impedido que se dañara. La escala daba rápidas visiones de lo que constituía cada piso, incluso del entrepiso, que acogía oficinas de abogados, también la que me arrendó, y al frente una oficina dental que había financiado un mural del Jekse en la muralla que daba a la ventana, uno de los mejores graffiteros de la ciudad. En el exterior de una oficina del segundo piso había una banca de plaza fija, el pasillo del tercero casi siempre estaba ocupado por un niño jugando fútbol, y en el que yo vivía una oficina de rayos X estaba pegada a mi departamento. La parte donde se hacían los exámenes chocaba con la pared del baño, y me preguntaba si no me afectaría. Me imaginaba entonces con la luz apagada como un montón de huesos en movimiento. Más arriba seguían los departamentos y las oficinas, hasta llegar a la del administrador en el séptimo piso, que daba a un acceso a la terraza separado por un portón siempre cerrado.



De vuelta en el 402, convaleciente, en las noches, solo, escuchaba las quejas del edificio.

A veces gritos de un hombre. ¡Goooool! Gracias a él sé que Wanderers gana partidos. Uno tras otro. Pero al departamento no podía llegar internet, con suerte señal telefónica.

Lo que sí llegaba eran risas de mujeres. Pensaba en ellas. Cuando llegué, me decían que vivían en el edificio. Vi sus números y promesas en los avisos económicos del diario. Eran imágenes muy pixeladas. Son discretas, sin conserje, recién separadas.



Como uno mismo viviendo en un Hotel.

En las noches golpeaban la puerta y tras ella: Luz etérea. Una y otra vez me montaba y hacía temblar la ciudad.

También hacía temblar a la ciudad la campaña de SW. Debía ganarle a Colo-Colo para salir campeón. Tras el grito de gooooool agónico el olor del fuego estaba en todas partes. En los cerros se veía lo que Pablo de Rokha llamó “la cabeza infernal de Valparaíso”. La gente bajaba por las escaleras con sus televisores. El balón de gas que estaba el exterior de un departamento, enrejado, saltó a otra ventana.



Eché a andar el agua de la tina. Salí y Álvaro, al contrario de todos, subía.





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